Un día en el Darío Contreras** La realidad de mi país.

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Un francotirador empuja una camilla sobre el suelo de vinil gastado en la sala de emergencias. Una mujer tiene roto el corazón, pero sangra a la altura de sus ojos hermosos. Un policía es un predicador vehemente ante una audiencia llena de lisiados.
Lo que aquí parece cotidiano, afuera resulta inverosímil: una silla de plástico es también una silla de ruedas. El agua de tomografía es tan apreciada por su calidad que su fama compite con el té de jengibre. Un muchacho llega inconsciente de la mano de diez desconocidos.
Este es el pulso paradójico y abrumador del Darío Contreras; el valor supremo de la vida y la muerte resumido en una sola y aplastante escena: en la entrada de la sala de emergencias, ensangrentados, unos zapatos de goma ya no tienen dueño.


Sobre el pavimento, sobre la acera, un tumulto se dispersa y se contrae, comenta el último suceso. Son personas que han quedado de la noche anterior, la mayoría pendiente de la suerte de un interno. De la avenida llega, cada vez más espaciado, el rugido de un motor, el rumor de una ciudad que duerme bajo una luna refulgente. De pronto un grito, el suspiro de una mujer y luego un llanto desbordado. Hace dos semanas un hombre mató a su compañera y luego intentó suicidarse. Él acaba de morir, pero la mujer que lo llora, su hermana, no lo juzga; sólo lo reclama. No hay nada más que hacer y la gente que esperaba el desenlace comienza a retirarse.
Así empieza el día en el Darío, pero a Manuel Alberto, sastre de profesión, el episodio anterior ya no le sorprende. Tres años y medio en el turno de la noche, vigilando la entrada a la sala de emergencias, ha sido suficiente. Es un trabajo que comparte con sus compañeros de la seguridad del hospital y tres policías. Son ellos los que gobiernan en la puerta, los que deciden cuántos entran, los que inclusive someten a los revoltosos, borrachos y drogados, en aquellas madrugadas que el hospital se atesta de gente. Don Manuel dice (lo repetirán hasta el cansancio todos) que viernes, sábados y domingos son los peores días, los más intranquilos, pero si el fin de semana coincide con el día de pago, entonces la sala es un verdadero caos.
“Hoy no, hoy esto parece una clínica”, dice el vigilante.
Adentro hay algunos pocos pacientes. El primero que llegó este jueves es un joven con una lesión en el pie; nada grave. Luego un niño de Villa Mella, transferido de otro hospital, con una fractura en el radio que se ganó cuando trepaba un árbol buscando limoncillos. Saúl Soriano, de 10 años, no se queja; su hermano que lo acompaña dice que ya tiene experiencia: perdió un pulgar del pie izquierdo hace varios años.
Humor pese a todo, buen ánimo ahora que la madrugada recién comienza. Como en el rostro de “El Águila”, Valentín Abad (49 años), el camillero con la mejor puntería, el hombre afable que recorre la sala transportando heridos. Al menudo francotirador ya no lo acompaña su M-16, pero conserva intacto el orgullo de aquellos años de gloria. Se le nota en la mirada, en las palabras que pronuncia como si el tiempo se hubiera detenido: “Sargento mayor. Comando de las Fuerzas Especiales”.
00:45 h
Pero el tiempo avanza y la realidad son paredes verdes y blancas, fluorescentes, piso gris y olor a sangre y cloro, una mezcla insoportable que inunda los pasillos. La realidad es también un niño abrigado con un pliego de papel, una madre afligida, un hombre que se queja. Veinte rostros cansados, entre enfermos y médicos.
A esta hora una patrulla llega con una mujer de 24 años, blanca, con el pelo ondulado y los ojos claros. Su mirada triste traspasa todo: hay pena y rencor, abandono, la soledad más profunda de todas. Un doctor la examina y el policía que la acompaña explica que fue agredida: el padre de su hija le dio dos palos en la cara; el hombre al que amó le destrozó el corazón y le partió la nariz, le asestó los golpes en el baño. Le pegó por una foto de la niña.
Dos horas después la misma patrulla se lleva a la muchacha. Ya ha sido puesta la denuncia y su madre y su hermano la acompañan. Los que se quedan son los que llegaron mientras le ponían vendas en el rostro: una bebé que se cayó jugando, un anciano que estaba en otro hospital donde se golpeó y perdió el conocimiento, un accidentado de Cotuí y un paciente de San Pedro de Macorís, con varios cortes de machete.
“Aquí llegan de todas partes”, dice Yanet Beato, la jefa de servicio que tiene casi una docena de residentes a su cargo y tres años de experiencia en el Darío. Minutos antes, la joven doctora, madre de un niño, atendía una sutura; ahora tiene algo de tiempo y conversa con sus compañeros. Es ella la que dispone del trabajo, la que tiene claro que, según el día, se reciben a entre cien y doscientas personas, la que admite que a falta de camillas los heridos deben ser curados en el suelo. Beato, vestida toda de azul y con un gorro en la cabeza, es también la que comenta con otra doctora que el agua del área de tomografía es lo mejor de lo que se puede tomar en la sala de emergencias. Todo lo demás es de procedencia dudosa. Alguna sabe a rata.
3:00 h
El lugar se calma un poco. Apenas hay nuevos ingresos; el último en llegar ha sido un hombre de 30 años con cortes de botella y el rostro desfigurado. A media luz, en la sala y los pasillos, algunos residentes duermen. Mientras tanto la madrugada avanza lentamente y el silencio es interrumpido sólo por un motor lejano. En la entrada techada, donde están las cajas y un baño, diez personas han hecho del lugar una enorme habitación. Hace frío. Quizá por eso la más anciana decide tenderse afuera donde por fin logra conciliar el sueño.
Un poco lejos de allí, en el espacio anterior al área de consultas, frente a la cafetería, una señora sirve té de jengibre, lo más preciado que hay aquí de no ser por el agua de tomografía. Vende galletas y cigarrillos. A su lado, otra mujer le hace competencia, aunque ésta tiene el sueldo asegurado: trabaja en la limpieza del mismo hospital pero dice que ya está cansada. También hay un herido con la pierna rota a la espera de que abran la puerta, igual que una señora, la primera que ha llegado esta mañana para hacerle el turno a su esposo.

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